domingo, 31 de enero de 2010

ECONOMÍA: El mercado como institucionalización de la irresponsabilidad

“La riqueza es la gran fuente de la mejora moral”, afirmaba Nassau Senior, primer profesor de economía política en la historia de Oxford, en su lección inaugural. Sorprendente o no, la visión de Senior sigue vigente en el pensamiento actual. Típica es la justificación moral del capitalismo ofrecida por un editorialista de The Economist en febrero de 1994 al afirmar que “el capitalismo es una especie de libertad. Otórgale a la gente determinados derechos (como el derecho a la propiedad y el derecho a vender el propio trabajo) y déjala luego a su aire, y tendrás el capitalismo. El capitalismo es algo bueno, sobre todo porque la libertad es algo bueno”. (1)

Afirmaciones tan categóricas como estas nos llevan a preguntarnos: ¿será verdad que el libre mercado nos lleva por sí solo a la mejora moral? Es decir, cuando somos libres, ¿somos también responsables?

Para responder estas preguntas primero es necesario entender cómo funciona la dinámica del mercado. El sistema de mercado se presenta primariamente como aquel en el cual confluyen compradores y vendedores con el objeto de comprar y/o vender bienes y servicios. Cada uno es responsable únicamente de sí mismo y ejerce su interés personal participando como demandante u oferente. Cada individuo actúa racionalmente (en la teoría económica, egoístamente) tomando decisiones en el margen, es decir, sin tener en cuenta las consecuencias totales de su actos sino sólo si el comprar o vender una unidad más le traerá un beneficio adicional.

El comprador es básicamente un cazador de gangas. No le preocupa el origen de las mercancías o las condiciones bajo las cuales fueron fabricadas pues lo único le interesa es realizar la mejor inversión de su dinero según sus gustos y preferencias. En este sentido sería “irracional” que pague un precio extra sólo porque el vendedor es pobre, que rechace una extraordinaria rebaja por el simple hecho de que sospecha que la mercancía es demasiado barata porque los que la fabrican trabajan en condiciones infrahumanas o que compre mercancías nacionales cuando las importadas son más baratas con el solo objeto de no empeorar la Balanza de Pagos de su país.

A su vez el vendedor es un cazador de compradores. No le preocupa la calidad o idoneidad de su producto más que en la medida en que pueda afectar sus futuras ventas, mermar su competitividad o hacer que sea penalizado por la ley. Tiene que hacerle creer al potencial comprador que necesita de su producto aún cuando no fuere así pues lo único que le interesa es obtener la máxima ganancia de su venta. De ahí que hoy en día sea tan importante la publicidad, siendo que lo que antes se conocía como “publicidad exagerada” es ahora el objeto mismo de la publicidad. Gracias al Internet, la televisión y demás medios de comunicación miles de millones de niños, jóvenes y adultos son cotidianamente testigos del entusiasmo excesivo con que hombres y mujeres seleccionados publicitan perfumes, vestidos, celulares, autos, etc. Pero, este tipo de comportamiento ¿transmite un mensaje moral? ¿muestra acaso a individuos que, actuando como personas “reales”, hablen con convicción de cosas en las que en realidad creen?

Ya Santo Tomás de Aquino, el gran doctor de la Iglesia Católica, había abordado este problema preguntando si es lícito el vender un objeto por una cantidad que supera su valor. Dicha pregunta nos toma por sorpresa. ¿Qué significa “vender un artículo por una cantidad que supera su valor”? ¿acaso no vale lo que el comprador pague por él? ¿no es ese el “precio justo”? Para Santo Tomás de Aquino no es así. Cita el Evangelio según San Mateo: “Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo también ustedes por ellos” (Mt 7:12). Ahora bien: nadie quiere que le vendan algo por una cantidad que excede su valor, por lo tanto hacer lo mismo con otra persona es cometer pecado.

La afirmación nos deja confundidos. ¿Por qué? Porque una de las funciones del mercado es permitirnos olvidar las enseñanzas morales que nos guían en nuestras relaciones fuera del mercado. En gran parte los mercados son eficientes porque alejan de nuestra mente todas aquellas consideraciones problemáticas.

En este punto convendría hablar también del sistema de precios. En el mercado, en virtud del sistema de precios, se suprimen todas las diferencias cualitativas entre los bienes. El dinero (que Marx llamó “la ramera universal”) es la medida común a la que se reduce todo en la sociedad capitalista. Allí cualquier cosa se iguala con el resto. Es el imperio de la cantidad. Preguntar “¿cuánto vale?” equivale a preguntar “¿cuánto cuesta?”. Valores tales como el amor, la verdad y la belleza sólo pueden sobrevivir si es que demuestran ser “económicos” perdiendo así toda su dimensión esencial desde que nada que no tenga un precio no puede tener, en ese contexto, un valor real.

Como vemos el mercado no es de por sí un mecanismo automático para la mejora moral sino que puede terminar convirtiéndose en una institucionalización de la irresponsabilidad. Hay que ver a los mercados como lo que realmente son: económicamente efectivos pero, en el aspecto moral, medios dudosos para motivar nuestro comportamiento económico. Es por ello que debemos de luchar con todas nuestras fuerzas contra la mercantilización de nuestra vida. No podemos permitir que a fuerza de implantar una economía de mercado termine construyéndose una sociedad de mercado, una “sociedad adquisitiva” (R. H. Tawney) en la que todo se compra y se vende quedando reducido sólo a valores monetarios, lo cual termina creando individuos cínicos que conocen el precio de todo y el valor de nada, disolviendo los principios morales en una selección de oportunidades y destruyendo de este modo la libertad. ¿O acaso es libertad el fácil acceso al equipo de video y audio, como alguna vez sugirió Fukuyama? ¿Es libertad tener mucho dinero de modo que se amplíe nuestra gamma de elección efectiva? ¿Es libertad el simplemente hacer elecciones que eliminan otras opciones sin comprometerse nunca a uno mismo? ¿Es libertad destruir la ecología, agotando los limitados recursos de nuestro planeta para satisfacer nuestras cada vez más ilimitadas “necesidades”?

En conclusión, la justificación moral del capitalismo en nombre de la libertad no sólo es falsa sino que también puede resultar muy perniciosa pues, como bien había notado Herbert Marcuse, “la libertad puede convertirse en un poderoso instrumento de dominación” (2). Y es que en realidad no somos “libres para elegir” como pretendía Milton Friedman sino que ha cada momento nuestras necesidades y preferencias son manipuladas en función de los intereses económicos y políticos de nuestra sociedad. Pero se nos sigue haciendo creer que somos libres justamente para impedir que cuestionemos el orden establecido y, en consecuencia, busquemos cambiarlo. En nuestra sociedad aún existen los amos y los esclavos; pero los amos, para perpetuar de modo más efectivo su dominación, nos hacen creer que somos libres que vivimos en una sociedad democrática y que siempre podemos elegir. Con ello destruyen toda posibilidad de oposición efectiva pues un esclavo que sabe que es un esclavo siempre tendrá la posibilidad de rebelarse contra su amo, pero un esclavo que cree que es libre jamás se rebelará. Es así como el capitalismo neoliberal, haciéndonos creer que somos libres, nos esclaviza al mercado y nos quita la posibilidad de pensar (y luchar por) un mundo diferente. Es cierto que el comunismo ha caído pero no creo que haya llegado el fin de la historia como pretendía Fukuyama. No, la historia todavía no ha terminado. El capitalismo neoliberal no tiene por qué ser el sistema ante el cual deba rendirse la historia. Una cosa es que el comunismo haya caído y otra muy diferente es que el capitalismo haya triunfado. Obviamente la utopía marxista ya no es una opción viable para construir una nueva sociedad, pero no es necesario ser marxistas (y en particular yo soy tan antimarxista como antineoliberal) para darnos cuenta que el presente estado de cosas es inhumano e injusto y que necesita ser cambiado. Si somos capaces de pensar que un mundo mejor es posible y actuamos de acuerdo con esa convicción, luchando por realizarla, la haremos posible. Pero si seguimos creyendo que, como se quiere que creamos, no haya alternativas al modelo capitalista neoliberal, las cosas seguirán igual. Pero ello es inaceptable. Todavía vivimos en un mundo con mucha esclavitud, alienación, hambre y pobreza, y todo ello es algo que el modelo neoliberal no ha solucionado ni puede solucionar. Es, por tanto, labor de nosotros los economistas proponer nuevas alternativas civilizacionales, que permitan la plena realización de los hombres.

Referencias:

1. Citado por Bas de Gaay Fortman y Berma Klein Goldewijk en Dios y las cosas, Ed. Sal Terrae, 1999, p.33-34.
2. Herbert Marcuse, El hombre unidimensional, Ed. Artemisa, México, 1985 p.37. 

domingo, 17 de enero de 2010

FILOSOFÍA: El idealismo del marxismo

Se entiende por idealismo cualquier filosofía o cosmovisión que reduzca la realidad únicamente a ideas. En este sentido el marxismo se constituye eminentemente como una filosofía idealista. ¡Pero cómo!, ¿no es acaso una filosofía materialista? Claro que sí, precisamente por ello es que es idealista. Mas, ¿cómo es eso?, ¿no es acaso una incoherencia que el materialismo pueda ser idealista? No, al contrario, el materialismo es idealista desde que eleva a la materia al rango de idea absoluta, instituyéndola como explicación total y última de la realidad. Representa exactamente la misma importancia que Dios tiene en la religión y hasta se le dan algunos de los atributos que le pertenecen a Éste, como el de eternidad. “Nada es eterno, salvo la materia en eterno movimiento, en eterno cambio, y las leyes según las cuales se mueve y cambia” (Friedrich Engels).

Más que a cualquier otra cosa, Marx se somete a la idea. A todos y cada uno de los aspectos de la realidad le impone a priori una ley y una teoría según las cuales los analiza e interpreta. Después de haber descartado todas las ideologías termina haciendo de la economía política otra ideología; después de haber despojado a la clase obrera de las “mentiras” y “engaños” de la religión la exhorta a reconocer al comunismo como la única esperanza para su salvación, es decir, como la nueva religión.

La misma dialéctica, que Marx pretendió purificar del idealismo de Hegel para revestirla del materialismo de Feuerbach, es la mayor evidencia de esto. Cuando Marx aplica el sistema del materialismo dialéctico a la historia lo que en verdad está haciendo es fraccionarla en ideas. El marxismo es un conjunto doctrinal que mutila gravemente la realidad pues en vez de deducir su sistema de la realidad deduce la realidad de su sistema. Al pretenderse ciencia se convierte en pseudo-ciencia pues sus postulados no son contrastables con la realidad. Cualquiera que intente demostrarle a un marxista que un determinado acontecimiento histórico no es consecuencia del factor económico sino de otros factores, se topará con la gran dificultad de que éste reducirá todas sus explicaciones a la explicación económica. Si se le cuestiona ello o se le muestran más evidencias dirá que estos factores sí influyen y son importantes pero que vienen determinados en “último término” por el factor económico. Ese tipo de actitud sólo trae como consecuencia una ceguera intelectual desdeñosa de las “cosas del espíritu” ya que no sabe ver más que un solo aspecto de la existencia. Por ejemplo: ¿cómo podría un marxista explicar de modo coherente y objetivo un acontecimiento histórico tal como la muerte de Jesucristo en la Cruz?, ¿apelando sólo al modo de producción?, ¿diciendo que éste es la verdadera explicación pero en “último término”?

Se podría objetar que aún así el marxismo nada tiene que ver con el idealismo pues es una filosofía que incita a la praxis (acción) en vez de quedarse en el “mundo de las ideas”. Sin embargo, la exaltación marxista de la praxis es una exaltación de contemplación idealista. La praxis marxista, lo que hace el individuo en la sociedad y la historia, es un abstracto. Todo esto lo concibe Marx metafísicamente, en un orden a priori, eminentemente especulativo, según una relación absoluta entre pensamiento y realidad, siguiendo una dialéctica forjada metafísicamente, como una ley intrínseca de las cosas. Así pues, los marxistas no tienen derecho a arrojar la piedra a los metafísicos idealistas porque también ellos mismos lo estudian todo refiriéndolo a su materialismo idealista.

sábado, 16 de enero de 2010

ECONOMÍA: La santificación del egoísmo: los presupuestos éticos detrás de la "mano invisible"

Sorprendente para unos, conocido para otros, Adam Smith, el padre de la economía liberal, no fue por formación economista sino moralista. Prueba de ello es su “Teoría de los Sentimientos Morales”, primero y último de los sus libros. Se publicó en 1759 y en 1790, cuando lo revisó y volvió a publicar (“La riqueza de las naciones” se publicó en 1776). En uno de los pasajes de esta obra Smith nos dice: “Sentir mucho por los otros y poco por nosotros mismos, contener las afecciones egoístas e impulsar las benévolas, constituye la perfección de la naturaleza humana y es lo único que puede producir esa armonía de sentimientos y pasiones que constituye la gracia de la relación social. Y así como debes querer más a tu prójimo, debes quererte menos a ti mismo”.

La cita nos deja perplejos. Esta afirmación ¿no está acaso en diametral contradicción con el principio de la “mano invisible” planteado por Smith en la más conocida de sus obras, “La riqueza de las naciones”, y según el cual si todos individuos de una sociedad actúan egoístamente, buscando sólo su propio interés, terminarán promoviendo el bienestar de dicha sociedad de un modo mucho más eficiente del que resultaría si en verdad buscasen hacerlo? Efectivamente pareciera que hay una insalvable contradicción entre estos dos pensamientos de Smith, como si hubieran sido escritos por dos hombres totalmente distintos. Pero si analizamos más a fondo y nos adentramos más en los escritos de Smith nos daremos cuenta de que no es así.

Como moralista que es a Smith no le podía dejar de rondar por la cabeza que el egoísmo era algo moralmente reprobable de por sí y que, por tanto, requería de alguna justificación. Y no sólo desde el punto de vista económico sino también desde el ético. Para entender la justificación que da Smith primero hay que tener en cuenta que su filosofía moral se maneja en dos niveles: el “deber ser” moral y el actuar real del individuo ético. En su “Teoría de los Sentimientos Morales” nos dice: “Los hombres juzgan normalmente más por los resultados que por las intenciones. Por ejemplo, un hombre rico y famoso es admirado y otro, con mucho más mérito que él, vive olvidado y pobre, pero la Naturaleza quiso que fuera así porque, siendo los hombres como somos, ¿qué pasaría si nos dejáramos guiar por las intenciones? ¿Cómo tendríamos un orden social si cada uno obtuviera la posición en la que se encuentra por sus intenciones y no por sus resultados?”.

Como vemos Smith parte distinguiendo las dos dimensiones del acto moral: la intención y el resultado. Luego, dada la ambigüedad de las intenciones y la falta de conocimiento que tenemos de ellas, opta por el resultado como elemento principal del enjuiciamiento moral. La conducta será evaluada ya no en función de su intencionalidad, buena o mala, sino en función de sus resultados, buenos o malos. Así un acto motivado por la mejor de las intenciones resulta malo si sus resultados son malos y, a la inversa, un acto motivado por las intenciones más perversas resulta bueno si sus resultados son buenos.

De este modo el egoísmo, malo de por sí, es santificado por sus efectos positivos, por traernos el “milagro” de la eficiencia económica pues “no es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino el cuidado que tienen ellos de su propio interés” (1). La búsqueda del interés propio sin considerar a los demás (egoísmo), intrínsecamente vicio vuélvese en virtud por traer el bienestar general; la no satisfacción propia, para procurarla a los demás (altruismo), intrínsecamente virtud, vuélvese vicio por obstaculizar el bienestar general. Y es que, como habría dicho ya Mandeville en “La fábula de las abejas”, son los vicios privados los que hacen la prosperidad pública y lo mejor que podemos hacer es dejar de quejarnos pues “sólo los tontos se esfuerzan por hacer de un gran panal un panal honrado. Fraude, lujo y orgullo deben vivir, si queremos gozar de sus dulces beneficios” (2).

Con todo ello no pasaría mucho tiempo para que Bentham escribiera: “La naturaleza ha situado a la humanidad bajo el gobierno de dos dueños soberanos: el dolor y el placer. Sólo ellos nos indican lo que debemos hacer y determinan lo que haremos (...) El principio de utilidad reconoce esta sujeción” (3). Ha nacido la nueva ética, la ética del utilitarismo. Pero no es que haya abjurado la ética anterior, sólo ha hallado mecanismo de absolución. No es la ausencia del pecado sino el pecado santificado.

En la segunda edición de la “Teoría de los Sentimientos Morales” Smith le dedica duras crítica a Mandeville y a Bentham por haber elevado a la utilidad a la categoría de “principio”. Pero era demasiado tarde, la piedra estaba echada. El ser se confundía con el deber ser, la conducta aparentemente más recurrente fue tomada como base para la dirección de toda la vida económica, y pasarían menos de dos siglos para que Lord Keynes dijera que “debemos simular ante nosotros mismos y ante cada uno que lo bello es sucio y lo sucio es bello, porque lo sucio es útil y lo bello no lo es. La avaricia, la usura y la precaución deben ser nuestros dioses por un poco más de tiempo todavía. Por que sólo ellos pueden guiarnos fuera del túnel de la necesidad económica a la claridad del día” (4). Como se ve, el camino al cielo está pavimentado con malas intenciones.

Referencias:

1. Adam Smith, “La riqueza de las naciones”, libro I, capítulo 2.
2. Bernard Mandeville, “La fábula de las abejas”, Fondo de Cultura Económica, México 1982, p.21.
3. Jeremy Bentham, “Antología”, Ed. Península, Barcelona, 1991, p.45.
4. Citado por E.F.Schumacher, “Lo pequeño es hermoso”, Ed. Orbis, Barcelona, 1983, p.24.